Agnes de Dios

Es muy difícil determinar el vínculo de un hombre con lo sagrado. Nuestra relación con Dios es con seguridad la más íntima e inexplicable de todas. Y si esa relación es verdadera, no una cita a ciegas o un lío de una noche, es decir, si es duradera y profunda, esa relación pasará por fases y procesos, vivirá y crecerá con nosotros y con el tiempo dará sus frutos. Si Dios, cualquiera que sea la idea que tenemos de Él, está en nuestra vida, ¿Cómo definir el parentesco nos une a Él? ¿Cómo definir la relación que mantienen quienes deciden dedicarle su vida?

Para las religiosas de clausura Dios es una presencia viva, el centro de sus existencias, su razón de ser, un alimento que nunca se agota. Dios es una alegría y un entusiasmo que renace cada día. Esta palabra, entusiasmo, significa estar lleno de Dios, y creo que del mismo modo que hay personas que nacen con una facilidad innata para las matemáticas, la pintura o la música, hay personas que nacen con una sensación clara de la presencia de Dios. Yo, que sé algo de esto porque como ya he dicho muchas veces, mi primera vocación fue la de monja de clausura, creo que para mantener toda la vida esta relación hace falta sentir su presencia con una certeza absoluta. Para quien percibe el aliento llameante de Dios detrás de lo visible, el cuestionamiento de su existencia no es un tema debatible, como no es debatible la presencia del sol.

Agnes de Dios es una de mis películas preferidas porque, entre otras cosas, describe como pocas la atmósfera de sacralidad que flota en un convento de clausura: La sensación de respirar a Dios en cada esquina, la lucidez con que se recibe cada nuevo día, la gozosa atención que se presta a los más pequeños detalles. Dios está en los detalles, dijo alguien.

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La película la dirigió Norman Jewison en 1985 y está maravillosamente protagonizada por Jane Fonda, Anne Brancroft y Meg Tilly. Está basada en la obra de teatro de John Pielmeier y fue él mismo quien escribió el guión para la versión cinematográfica.

Como decía al principio, es muy difícil entender la relación de alguien con Dios. Uno de los logros de esta película es que consigue hacernos llegar las sensaciones que las protagonistas experimentan al entrar en contacto con Él. Como todas las buenas historias, Agnes de Dios es a la vez profunda y entretenida. No es un discurso sobre Dios, ni una apología sobre la iglesia, es una historia de suspense sobre las diversas formas de sentir lo sagrado.

Comienza de la forma más impensable y atroz, con el nacimiento de un bebé y su inmediato asesinato en el convento. La protagonista, Agnes, (Meg Tilly) es una novicia que, no se sabe cómo, ha quedado embarazada, ha dado a luz en su celda, ha estrangulado a su bebé y lo ha arrojado a la papelera. Así contado puede parecer el acto de una psicópata, pero la realidad no puede ser más distinta.

Para dictaminar el estado mental de Agnes, es enviada al convento la doctora Martha Livingstone (Jane Fonda), una psiquiatra de mediana edad con una particular aversión por la iglesia católica. Es una profesional seria e insobornable que sin embargo entra en el convento condicionada por sus circunstancias. Antes de hablar con Agnes tiene que hacerlo con la Madre Superiora, Miriam Ruth, (Anne Bancroft). La relación que se establece entre las dos mujeres es singular. La Madre Superiora quiere proteger a Agnes del mundo exterior, Martha ponerla en contacto con la realidad. Es una lucha entre las dos mujeres por el alma de Agnes, que no pertenece más que a Dios.

La primera vez que Martha tiene contacto con Agnes es a través de su voz. Es una metáfora muy bella. En la Biblia se habla del aliento de Dios, del verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros. La voz, el aliento de Dios, parece fluir a través de Agnes. Martha está subiendo las escaleras para ir a su celda cuando oye una voz angelical que parece sobresaltarla, como si esa voz viniera de un lugar que Martha tenía descartado. Es una voz pura, casi sobrenatural que establece de inmediato la relación de Agnes con Dios.

Todas las ideas y prejuicios con los que Martha llega al convento se fragmentan con una dulzura impensable cuando conoce a Agnes. Martha se enfrenta a una santa, a un ser que pertenece a Dios, un ser que no sólo no sabe cómo se hacen los niños, sino que no sabe nada del mundo porque su madre la envió al convento cuando era pequeña y no ha leído ni un libro, ni visto una película, ni puesto los pies fuera del espacio sagrado del convento. Cuando Martha le pregunta sobre el bebé Agnes dice no recordar nada sobre un bebé, cree que lo han inventado, quiere olvidar, que la dejen en paz para continuar sus días en soledad, cantándole a Dios.

Agnes, que irradia santidad y entusiasmo, ha tenido sin embargo, su ración de infierno cuando era pequeña. Su madre era un ser cruel y enfermo que la torturaba y la hacía sufrir las peores aberraciones. Pero de nuevo, Agnes se niega a que eso sea su realidad y le pide a Martha que la deje en paz. Sabe que si no habla de eso, si lo olvida, Dios tomará posesión de ella y se convertirá en su única realidad.

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Hay una sugerente idea detrás de esta frase que apunta directamente a la validez del psicoanálisis y su eficacia. Yo siempre me he preguntado cómo es posible que después de asistir regularmente a terapia durante 10 o 15 años, haya personas que continúen presas de sus fobias, neurosis, psicosis o traumas. ¿Qué clase de ayuda es esa? Conozco a esas personas y ellas mismas admiten que todo de lo que querían huir sigue ahí, puede, dicen, que sepan cómo manejarlo mejor, pero eso también puede deberse a que después de 15 años, ellos son 15 años más viejos y la vida misma te ayuda a entender y superar ciertas experiencias.

La frase de Agnes: “…eso es porque se empeña en hablar de ello. Si me dejan en paz me olvidaré y desaparecerá…” Es simplemente brillante. Martha quiere que recuerde, quiere que acepte lo que ha hecho y que se convierta en su realidad, mientras que Agnes y la Madre Superiora desean que el pasado se olvide.

Pero es un asesinato, el de un bebé, y no es posible. Hay muchas incógnitas que resolver y aunque no lo quiera, Agnes vive en el mundo y existe la ley. No se puede matar a un bebé así como así. Martha está empeñada en hacer entender eso a Agnes. Lo que ocurre es que cuanto más se relacionan, no es Martha quien hace descender a Agnes a la realidad, sino Agnes quien logra que Martha se eleve hasta el cielo y para sentir qué es estar en gracia de Dios, incluso habiendo matado a un bebé.

Una de los diálogos más hermosos y profundos que se han rodado en el cine tiene lugar entre Miriam, la Madre Superiora y Martha. Después de los primeros desencuentros y gracias a Agnes, acaban intimando y confiando la una en la otra sus secretos. Están en un cenador, fumando a escondidas y haciendo bromas sobre qué y cómo fumarían los santos del pasado. La Madre Superiora, que tiene un pasado, ha sido madre y abuela, y ha sido repudiada por su familia, le confiesa a Martha que solía fumar un paquete diario de cigarrillos sin filtro, lo que deja impresionada a Martha cuya obsesión es el tabaco.

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-¿Qué fuman los santos de hoy? le pregunta Martha. -No hay santos hoy. Gente buena sí, pero extraordinariamente buena… Esos ya no existen, dice Miriam. -¿Crees que existieron alguna vez? pregunta Martha. -Sí, lo creo. -¿Te gustaría convertirte en uno? pregunta Martha desafiante. -¿Convertirme? Uno nace santo, contesta Miriam. -Bueno, pero lo puedes intentar, ¿no? Ser buena. -Sí, pero la bondad no tiene nada que ver. No todos los santos fueron buenos. De hecho muchos estaban locos. Y aún así estaban unidos a Dios. Fueron dejados en Sus manos nada más nacer… Eso se acabó… Nacemos, vivimos, morimos… Ya no hay lugar para los milagros.

Miriam le implora a Martha que no arranque a Agnes de las manos de Dios porque ese vínculo le permite a ella misma sentirle con más fuerza. El estado de gracia de Agnes impregna todo cuanto la rodea. Pero Miriam sabe que ese vínculo se puede romper si alguien tira hacia abajo demasiado. Y Martha, que cuando llegó al convento tenía clara la línea que separa la ley de su incumplimiento, y que explicaba hasta los estigmas de Agnes apelando al poder de la sugestión, se da cuenta de que todo es mucho más complicado de lo que pensaba. Y que incluso más importante que lo ocurrido, es la milagrosa relación que Agnes mantiene con Dios. El lazo es tan poderoso que ni siquiera un asesinato puede romperlo. Lo más asombroso es que Martha se da cuenta de que ni siquiera ella es inmune a la mirada de Dios. El estado de conciencia que Agnes le descubre es tan sublime que Martha cae rendida ante la evidencia. Su vida adquiere plenitud, su mirada se hace más intensa, el mundo adquiere profundidad y sentido.

El misterio del origen del bebé queda sin resolverse. Hay indicios que apuntan a lo inconcebible, pero Agnes, la única que sabe lo que ha pasado, no puede responder a las preguntas que Martha le hace bajo hipnosis más que desde su increíble versión de los hechos. En el aire quedan flotando preguntas sin respuesta: Si el bebé fue concebido por Dios ¿Qué significa que Agnes lo estrangulara nada más nacer? ¿Ha matado Agnes al hijo de Dios? Y si es así ¿Por qué su vínculo continúa intacto?

El final añade una capa más al misterio. Agnes se puede quedar en el convento. Sus días y su soledad están a salvo. Martha ha dejado de fumar y después de años, vuelve a menstruar. ¿Significa eso que se le da una nueva oportunidad para llenar su vida con un hijo? La vida en el convento regresa a su estado inicial: al silencio, al recogimiento, al rezo, al canto a Dios. Todo queda en una pesadilla, en un intento malévolo, quizá de un diablo mundano, de apartar a Agnes de Dios. Pero no lo consigue. Agnes sigue siendo Agnes y sigue siendo de Dios.

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